Un actor necesita entrar en un espacio sagrado -esa es la conexión- para que pueda perderse y disfrutar la estructura de la creación teatral.
Un actor necesita un entrenamiento espiritual para que pueda crear a partir de un estado interior y comunicar al exterior sin máscara, sin proyectar nada, sin juzgar lo que hace. La profesión del actor en sí misma es egóica. Si “funcionas”, todo el mundo quiere trabajar contigo. Si no “funcionas”, nadie quiere trabajar contigo.
Cuando comprendemos que no tenemos que hacerlo bien en un escenario, sino que tenemos que hacerlo vivo, surge la entrega a algo mas grande, nuestro espíritu es tocado.
Recordamos la esencia y nace la presencia.
Una verdadera presencia es sin esfuerzo. Una presencia con esfuerzo es una presencia egóica, por eso en el escenario nos perdemos tanto.
La sencillez de un material sentido y codificado hace que sea posible la repetición -maestra indiscutible a la hora de reflexionar sobre la experiencia-.
Lejos de ser un animal muerto, la repetición se redescubre a sí misma cada vez, dejándonos desnudos ante las ganas de nuestro ego de cambiarlo todo.
En el entrenamiento de laboratorio podemos distinguir tres fases básicas por donde pasa siempre un actor-creador:
Proceso de búsqueda. El niño perdido.
Proceso de codificaje. El adolescente enterándose del acne.
Proceso de repetición. La madre. El padre.
La comprensión de quienes somos y lo que hacemos marcará la profundidad de nuestro trabajo a la hora de llevarlo a escena.
Aprender a escucharnos para aprender a ser escuchados.
Cuando el actor-creador aprende a escucharse, el escenario se ilumina, es elevado por sobre su oscuridad.
El arte, entonces, cumple su función mística, abre nuestro ser esencial, expande al hombre común y corriente que somos, lo perdona, une y trasciende. La lucha se convierte en trabajo, el trabajo en talento y el talento en servicio.
(Publicado originalmente en la revista “ahoraYoga” nº 2)